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viernes, 14 de marzo de 2008

Ay País

Por: Hector Rincón.
Oídos sordos

Me rindo ante la evidencia de que haga lo que haga, diga lo que diga y le digan lo que le digan, el presidente Uribe siempre sale incólume de las más estrechas coyunturas, ovacionado, en hombros de una multitud que tiene los oídos más dulces para entender lo que quiere y a la vez las orejas más negadas para oír lo que no le conviene.

Me rindo. Pensaba que de todo lo que dijeron en la reunión de Santo Domingo –que se apartó de la comunidad regional, que optó por la ilegalidad para atacar la ilegalidad, que todo eso– algo había calado en el Presidente y en su flamante ochenta por ciento, pero casi todas las reacciones a aquel chiripazo donde los agravios se volvieron abrazos, han sido de quema de sahumerios para alabar a Uribe. Y más: a muchos de los integrantes del ochenta por ciento les he preguntado, por ejemplo, cómo les pareció el discurso de la presidenta de Argentina, para mí el más lúcido y el más demoledor de aquel viernes inolvidable, y todos, pero todos, me han dicho que no, que nada; que es que la señora Fernández es antiuribista. Es decir, no lo oyeron. O si lo oyeron, lo ignoraron. O si no lo ignoraron, no lo entendieron.

Todo aquello parece que fue en vano. A juzgar por la discusión de la recompensa por el cadáver de Iván Ríos, la doctrina de la legalidad no les entró. Que la ilegalidad no se puede atacar con ilegalidad y, por el camino de esa premisa, que la pena de muerte no puede ser recompensada. Que no se puede, que no se debe volver pedagogía que el crimen paga. Eso, que en cualquier sociedad respetuosa y que hubiera huido ya de los terrenos de la barbarie no sería siquiera tema de conversación, en Colombia es una discusión visceral y brutal en la que me produce pánico oír y leer a quienes están de acuerdo con pagar por el crimen porque la platica es la platica. Y que se entregue pronto, dice la muy solapada presidente del Congreso. Y que sea en un acto público ejemplar, dice el muy olímpico Benedetti. Qué asco.

Tampoco parece que hubieran oído –o si las oyeron las ignoraron, o si no las ignoraron no las entendieron– todas las voces que reubicaron el conflicto colombiano como colombiano para darle así una bofetada al insólito mercadeo que se ha hecho de que nuestro desangre es asunto internacional. Que en él también tienen que ver los vecinos y que por ello merecemos más que palmaditas en la espalda, como lo dijo Uribe en dos o en tres ocasiones.

Tienen razón todos –venezolanos, ecuatorianos, brasileños, peruanos, panameños, todos– al señalar con énfasis que el conflicto es colombiano y que es Colombia la que debe frenar la sangría que la baña desde hace medio siglo. Y que desde hace toda esa vida ni gobernantes ni políticos colombianos han sabido frenar. O no han querido frenar. Que nadie más que nosotros mismos somos los responsables de esta incapacidad de resolver el conflicto. Y que si a nosotros nos tiene hartos –siendo nosotros los que lo originamos y lo mantenemos y lo padecemos– cómo tendrá a los vecinos que ni lo originaron ni lo mantienen y sí lo tienen que padecer.

El acuerdo de Santo Domingo que fue tan instantáneo y tan sorpresivo, está pegado con babas. Y a nadie le corresponde más que a Colombia encontrar un pegante para que lo haga duradero. Y no sólo en lo que tiene que ver con el lío de fronteras, sino por todo lo que hay que hacer aquí adentro que es de donde se produce su onda expansiva. Que se acoja la legalidad como la única manera para derrotar sin atenuantes a la ilegalidad. Que se archive esa cierta postura claudicante de reclamarle a la comunidad internacional que nos entienda porque el problema también es de ella. Que se reconozca que la Cancillería y el servicio diplomático se inventaron para que funcionen. Que se considere que el fin del conflicto será político o no será. Que el acuerdo humanitario no es declinar posiciones sino ocupar las posiciones que supuestamente ha ganado la llamada seguridad democrática.

Pero para llegar a todo ello se necesitan oídos. Y humildad. Dos virtudes que no suelen adornar a Uribe ni a ninguno de los del flamante ochenta por ciento.

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